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vino con sandía       

Armando Zeblox
domingo, abril 30, 2006
 
la novela
Había una vez una novela que no se quería escribir. Efectivamente, tal y como se lo escucha. Suena extraño, pero era así. De hecho, ocurre más seguido de lo que uno cree.
La resistencia frente a la misma era implacable. Casi podríamos decir que fuerzas misteriosas se ponían en contra de su escritura.
Pero todo era un problema de cansancio. El escritor, Manuel Gavilanes, dijo estar cansado de escribir novelas todo el tiempo, y por primera vez rechazó escribir ese pedazo de literatura que mucha falta le habría hecho a los habitantes de Florencio Varela. Al decir mucha falta, quizás en realidad estemos diciendo poco. ¿Por qué? La respuesta es clara y concisa. Pues porque los habitantes de Florencio Varela eran insaciables lectores, pero en Florencio Varela había pocos escritores, y no llegaban muchos libros de otros lados. Florencio Varela tenía una especie de vallado cultural que se le venía en contra suyo. Esto sucedía porque Florencio Varela no era un buen target para las editoras. No podemos comprender claramente por qué, pero era así, eso era lo que decían ellas.
El editor de Manuel Gavilanes, llamado José Pelicorri, no lo podía creer. ¿Cómo es que Florencio Varela se quedaría sin la novela del año de Manuel Gavilanes? Además, jamás le había sucedido una cosa así. En sus veinticinco años de trabajo continuo, nunca se había encontrado con tal sorpresa. Le parecía extrañísimo que Manuel Gavilanes no presentara una nueva novela. ¡Con lo prolífico que solía ser él! Y además, era la única novela que su editorial iba a presentar ese año. Si realmente Gavilanes no escribía, su editorial tenía posibilidades de cerrar, por lo menos por un tiempo.
-No. No quiero escribir más novelas -dijo Manuel Gavilanes. Estas palabras sonaron como plomo puro. Su respuesta parecía terminante. Era agobiador escucharla, quizás por el modo como encadenaba cada sílaba. Mientras decía estas palabras, agarraba el tubo del teléfono de un modo bastante incómodo. La oreja que escuchaba el teléfono era la izquierda, mientras que la mano que lo agarraba era la derecha. Eso lo distraía mucho, y finalmente se tropezó con una mesita de café. Gavilanes gritó, aunque solamente un poquito.
-¿Cómo que no? -interrogó José Pelicorri, consternado. Mientras preguntaba esto, ponía una increíble cara de estúpido, de encuentro con una novedad fulminante. La respuesta le era demasiado llamativa. Y no podía hacer nada frente a algo así.
-No quiero -dijo Gavilanes, mientras se levantaba una manga del pantalón para ver si no se había lastimado la rodilla con la mesita. Estaba muy preocupado, y todo esto le hacía recordar sus lastimaduras de la infancia, como por ejemplo cuando corría en los bosques de Pinamar y se tropezó con una piña.
-¿Nunca más? -preguntó Pelicorri, con una voz resquebrajada. El teléfono inalámbrico de Gavilanes hizo un sonido que advertía que se estaba quedando sin baterías. Dicho sonido fue escuchado por Pelicorri.
-No sé si otras no -contestó Gavilanes, que ya no estaba preocupado por el golpe y agarraba el teléfono inalámbrico de un modo más cómodo. El mismo seguía en su mano derecha, pero ahora estaba en la otra oreja, por lo que con la mano izquierda le pareció que podía servirse café.
-Pero, ¿qué es lo que pasa? -preguntó José Pelicorri, temiendo lo peor. Lo peor del asunto, claro está, como por ejemplo que le dijera que se iba a convertir en jardinero. En realidad, ni siquiera sabía qué podría ser lo peor.
-Esta novela no la quiero escribir. No tengo mucho más para decirte. No me interesa. Es así. Me cansé.
-¿Tenés problemas de inspiración? ¿Estás haciendo deporte? ¿Te falta creatividad? ¿Necesitás mejores lapiceras? Te puedo enviar una prostituta para que la utilices de musa. Quizás así la cosa cambie. ¿No te interesa? Yo lo pensaría. Te tiene que interesar.
-No me interesa -dijo Manuel Gavilanes, y cortó el teléfono, así que esa fue su última frase antes de cortar. Se encontraba muy furioso, y finalmente no había usado su otra mano para nada. Estaba pensando en su mesita, que se había enchastrado con café. Era un café que ya estaba frío, intomable.

La novela que no se quería escribir era tapa de todos los diarios de Florencio Varela. Hasta los diarios sensacionalistas publicaban el acontecimiento. Todos debían enterarse del funesto suceso. Para eso, el método era el mismo de todos los días, el del paper boy. Un niño en bicicleta repartía a todos los habitantes de Florencio Varela los diarios que ellos le pedían: la Gazeta de Florencio Varela, La Prensa de Florencio Varela, La Voz de Florencio Varela y el Informativo Florenciovareliano. Puede parecer extraño que en Florencio Varela hubiese tantos diarios pero tan pocos libros.
Como no le entraban todos los diarios en su bolso, tenía que hacer varios viajes en bicicleta para entregarlos. Pero el paper boy era fiel a su trabajo, por el cual recibía a cambio unos tickets de restaurante.
Y todos los habitantes de Florencio Varela se preguntaban qué había pasado, cómo es que un escritor como Manuel Gavilanes, el mejor escritor de Florencio Varela, se había rehusado a mandarse su gran obra, su gran novela, su mejor novela. Eso era, por lo menos, lo que todos esperaban de Manuel Gavilanes, desde que su novela anterior, Almacenes de tristes recuerdos morbosos, había sido considerada por la crítica local como "la novela más audaz de Manuel Gavilanes, salvo que se le ocurra escribir otra". Esta novela era un excelente relato autobiográfico escrito en segunda persona del singular.
Todos los habitantes estaban preocupadísimos, porque este año no tendrían nada bueno para leer en Florencio Varela. En realidad tenían muchos diarios distintos, pero ellos eran fanáticos del formato novelístico. Los otros escritores de Florencio Varela no eran ni por casualidad tan geniales como Gavilanes. Quizás Gavilanes era el único escritor de Florencio Varela, y cuando escribía novelas malas, las publicaba utilizando seudónimos.
Todo por culpa de Gavilanes, que no quería escribir su novela. Parecía el suyo un simple capricho infantil. Algunos habitantes de Florencio Varela estaban muy enojados, y otros directamente intentaron suicidarse. Este último dato era el preferido por los diarios sensacionalistas de Florencio Varela, que eran expertos en contar detalles acerca de suicidios.
Entonces varios habitantes armaron una sentada en medio de la avenida París, que es la avenida más importante de Florencio Varela, quejándose por la mala onda del famoso escritor. Los niños y ancianos, para no estar todo el día sentados, se ponían a dar vueltas alrededor de la casa del escritor. Los mayores tiraban botellas de cerveza vacías, mientras que los niños arrojaban pastillas de menta que golpeaban las finas ventanas de la casa del escritor. Él miraba desde el living la lluvia de pastillitas de menta y escuchaba los ruidosos golpes en las paredes, y no sabía qué hacer. Manuel Gavilanes no pudo soportar tanta presión, y empezó a escribir la bendita novela. Casi sin pensarlo, vomitó cuatro párrafos enteros. Una futuróloga pudo descubrir, en el medio de la protesta, que Manuel Gavilanes había tomado lapiz y papel, así que los habitantes de Florencio Varela le creyeron a la futuróloga, dejaron de protestar y se retiraron. En general la futuróloga hacía malas predicciones y sus poderes telepáticos eran más bien flojos. Pero los habitantes de Florencio Varela eran bastante comprensivos con las futurólogas, cuyo trabajo era arduo y arriesgado.
Al año siguiente, todos los habitantes de Florencio Varela se encontraron con la noticia de que la novela se había querido escribir, y corrieron a las librerías para encontrar el flamante libro. La futuróloga había tenido una visión acertada y estaba contentísima. De hecho, empezó a creer que este año sería excelente para ella. Ella siempre aprovechaba la menor oportunidad para hacer futurología, aunque se tratara de su propio futuro. Era una futuróloga de vocación, a diferencia de otras que había en Florencio Varela.
Los diarios anunciaban la novedad: "llega al pueblo de Florencio Varela la probablemente increíble nueva novela de Manuel Gavilanes". El paper boy, como siempre, hizo su trabajo a la perfección.
Al cabo de unos días, todos los habitantes de Florencio Varela se pusieron de acuerdo en que el libro era malísimo, y muy enojados se pusieron de acuerdo para protestar en la casa de Manuel Gavilanes. Para lograr ese acuerdo, se habían juntado en el gran jardín de atrás de uno de ellos. Jamás habían estado puestos tan de acuerdo. Ni siquiera en las elecciones de intendente del año anterior. Todos tenían su desastrosa y horrenda novela en las manos. La habían llevado porque no sabían qué hacer con ella. La miraban, y no podían creer lo mala que era: casi ninguno había podido llegar a la página tres, porque era un verdadero plomazo. Dos habitantes se habían atrevido a leer la página cuatro.
-¡Hay que colgar a Gavilanes! -pronunció el quiosquero. Varios aplaudieron. Se lo veía muy enfadado cuando estrujaba su novela en la mano. Se escuchó a un niño decir que el quiosquero tenía razón.
-¡Deberíamos matarlo a librazos! -exclamó el gerente general del Banco de Florencio Varela, arrojando su libro tan lejos como podían sus fuerzas. El libro cayó al suelo a los pocos metros, pero el gesto fue aprobado por los demás.
-¡Mejor hagamos una quema de libros aquí y ahora mismo! -exigió el intendente de Florencio Varela. Sus palabras no parecían las del mejor diplomático, pero eso no importó mucho. A la mayoría le gustó la idea del intendente, quien era considerado alguien de confianza. Además, no era costumbre en Florencio Varela responder oponiéndose a los mandatos del intendente.
Y así fue que todos le hicieron caso al intendente y se pusieron a amontonar todas las novelas de Manuel Gavilanes que los habitantes de Florencio Varela tenían en sus manos. Para ello, se improvisó una comisión de recolectores de libros, constituida principalmente por jóvenes de dieciocho a veintidós años.
Un bebé, como no tenía la novela de Gavilanes en sus manos, arrojó su chupete a la montaña de libros. Luego un policía arrojó una bola de papel en llamas que había encendido con un fósforo. El fósforo fue arrojado al suelo y se apagó al instante. Y parte de este arrojamiento produjo sus efectos. En la montaña de libros se pudo observar el inicio de un incendio de tipo A. La fogata gigante llegó hasta la casa de Manuel Gavilanes. Un joven se acercó demasiado a la montaña de libros y se le enrojecieron las manos. A veces se escuchaba algún estallido proveniente de la casa de Manuel Gavilanes, como si hubiera explotado una caldera. Este tipo de cosas suelen ser peligrosas; ustedes deben estar advertidos de esto, y que después no se diga que este narrador no los cuida.
La gente festejaba con cada sonido raro que se escuchaba. El de la caldera ha sido un ejemplo, pero hubo otros. Uno de ellos fue parecido al que se produce cuando un globo inflado que no está anudado se desinfla sin control por el aire.
Nadie quiso salvar a Manuel Gavilanes, quien murió asfixiado por el monóxido de carbono. Fue una pérdida casi de novela, digamos. En realidad ya se había muerto antes del incendio, porque no había apagado bien una hornalla que había prendido. Eso se supo cuando la noticia apareció en los diarios al día siguiente. Lo que no se supo nunca es por qué la casa no explotó inmediatamente con la fogata de libros que había cerca. La casa se terminó de consumir dos días después, un día antes de que lloviera en Florencio Varela.
El día de la fogata, ni siquiera los bomberos, que habían mirado el impresionante espectáculo, se dignaron en moverse para hacer algo, porque la novela les había parecido verdaderamente mala. "Una cagada", dijo el Capitán de bomberos don Salvador Ernesto Putibarry, cuando los periodistas le pidieron que dijera específicamente qué opinaba acerca de la novela de Gavilanes. De todos modos, los bomberos eran considerados malos lectores por los habitantes. ¿Por qué sucedía esto? Pues la mayoría de la gente de Florencio Varela era prejuiciosa y cruel con aquellos ignífugos héroes. Una verdadera lástima.

lunes, abril 24, 2006
 
Metí la cara entre el almohadón de leopardo porque ya no quería verte más. Me tenías harta, Ricardo. Arrodillado, tratando de enchufar el cable, se te veía la raya del culo. Y me daba asco, sabés? Parecías un portero o un arregla gomas de autos. Y entonces , zaz, entendí: daba la sensación de que me estabas mintiendo, que no sabías nada de computadoras ni de D.O.S y que lo único que querías era robarme las pinzas. Sí. Las pinzas de depilar, de las que tanto te hablé. Esas baratijas que conseguí en un almacén - farmacia de Pompeya. Ahora que estás transitando el camino de la transformación de género y sexo, se te debe haber cruzado por esa retorcida cabeza que podías sacarme las pinzas. Y así, depilado, tendrías mucho más éxito que yo, dejándome peluda e indefensa.
Todavía siento tu perfume en el ambiente denso de mi habitación. Ricardo, cuándo fue que entendiste que tu fragancia corporal me mata. Dilo, canaya. Dilo, y bañaré con leche pasteurizada tu silueta.. sin que esto sea porno o erótico. Es un simple procedimiento lácteo y taciturno.
Siempre odié tu olor a cuerpo.

miércoles, abril 12, 2006
 
Dulces bebitos
Maneja con cuidado,
voy a vomitar.

Corre bajo el puente
sobre él hienas rien
frente a tí, catapultas.

déjame morder uno a uno tus pezones
cuántos tienes,
yo perderé uno a uno mis dientes.

entra en contacto con mis heces
velas crecer, como a mí
como a él.

Ven. Sube la escalera
y bájame a upa,
papi.

miércoles, abril 05, 2006
 
Fragmentos.

Bajo un sinfin de chatarras y resquebrajados libros, encontramos hojas sueltas que supieron pertenecer al gran Z. He aquí las citas

"querido diario: no sé qué me está pasando: claudio sigue sin mirarme, pero yo no paro de seguirlo cada vez que sale del aula, va corriendo al patio y se queda jugando al fútbol todo el recreo como un asqueroso e inútil troglodita. creo que lo amo. "

Recorte de diario
Clase de levante en japonés. Bienvenido a otra clase de levante en japonés por Internet. Para preguntar, venís siempre por aca, deberá decir: itsu koko ni ikimasu ka? Trabajas o estudias? Anata wa bekyoshimasu ka? Hatarakimasu ka?

"Por favor, artesanos en alpaca dejar quietecitas las manos y presentar en caja herramientas de cosecha"

VinoConSandalias agradece la colaboración del Arqueólogo y filópatra Enrique Alberto Martinez, sin su ayuda nada de esto sería posible. Gracias totales.